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El Che y Yo, la recta final hacia el mito

La obra de Raúl Garavaglia, con Laurentino Blanco y Tomás Claudio se presentó en el Espacio de Arte Quelaromecó.



Al ingresar al Espacio de Arte Quelaromecó se produce el primer impacto de la noche: El espectador se encuentra al Che Guevara sentado, fumando su habano, esperando, tosiendo, sufriendo el dolor de haber sido baleado en una pierna. En penumbras, en una soledad abrumadora, densa. La obra ni siquiera empezó, pero el clima de la escuelita de La Higuera ya ha sido logrado.


Guevara espera, en esa terrible noche entre el 8 y el 9 de octubre de 1967. Se hunde en sus pensamientos, fuma, se queja, tose. Sabe muy bien lo que pasará, no duda que va a morir, que lo van a matar, por más que diga que sirve más vivo que muerto. Tal vez él haría lo mismo si la situación se diese a la inversa. Es consciente que su obra ha sido grande, demasiado grande, y que su figura molesta mucho. Lo que no sabe es lo que vendrá después, el mito, la iconografía que se hará popular, viral podría decirse si fuese el tercer milenio.


Pero esa soledad profunda se ve interrumpida por la aparición del Lari Lari, criatura mitológica del lugar, que llega para molestarlo, para hostigarlo y pretender humillarlo. ¿Se imagina Guevara esa situación? Es parte de la incertidumbre. El ente no tiene piedad, le busca sus costados más oscuros, lo atosiga, lo juzga, lo goza para llevarse su popularidad. El Che flaquea, a veces reacciona, lo quiere atrapar, no puede ignorarlo, lo perturba de verdad.


Guevara no es el Che, no es el comandante valeroso y temerario. Es Ernesto, el Tete, el niño rosarino asmático, el joven estudiante de medicina que jugaba al rugby, el idealista que hizo un viaje en moto por buena parte del continente. Se baja del póster, ni por asomo es la foto inmortal de Korda. Sufre, llora, agoniza, duda. En definitiva, no es una estatua, es un hombre atribulado a las puertas de la muerte.


Esa es la pretensión de El Che y Yo, que se presentó en el Quelaromecó Espacio de Arte, con el aupsicio de la Dirección Municipal de Cultura. La obra muestra a un hombre condenado que espera la muerte, y por ende la vulnerabilidad lo domina. Laurentino Blanco logra con creces no ser un imitador, su solvencia actoral queda de manifiesto desde el minuto cero. Aunque el parecido es verdaderamente asombroso, la puesta no se queda en esa anécdota, por el contrario, lo asume con naturalidad. Tomás Claudio lleva el peso dramático, con acciones físicas más que con el texto. Es una obra casi coreografiada donde los actores "pelan" de verdad, entregan todo sin especular.


Garavaglia logra plantear un universo poético en una situación que no es para nada lírica. Nadie que esté encerrado en una escuela perdida en la selva boliviana a punto de ser ejecutado tendría demasiado tiempo para convertir ese hecho terrible en una situación romántica. Sin embargo el autor y director lo consigue. Belleza donde hay opresión y clima de muerte. La sutileza minimalista domina la escena, con una puesta de luces y sonido al servicio de la historia.


El Che y Yo es un trabajo teatral que impacta y conmueve con herramientas nobles. No es un panfleto político como aclara el director. No pretende anclar en el hecho histórico enciclopédico sino en crear un cuento a partir de un suceso puntual. El texto y la puesta evitan la caricatura y el golpe bajo, no subestiman al público sino que lo estimula a seguir reflexionando.


El Che y Yo

Dramaturgia, dirección y puesta en escena: Raúl Garavaglia

Actores: Laurentino Blanco - Tomás Claudio

Asistencia: Ana Tolosa

Luces y sonido: Sebastián Suhit (Dirección de Cultura)

Promotor: José Luis Rodríguez

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